sábado, 16 de julio de 2011

La infancia tiene sus propias maneras de ver, pensar y sentir... Niños seguros, Adultos felices.


El mejor medio para hacer buenos a los niños es hacerlos felices, sentenció Oscar Wilde. Si todos los educadores hicieran suyo este principio, tal vez el género humano elevaría su nivel de calidad en unos cuantos puntos. Muchos de los problemas que se les plantean a los individuos en su crecimiento personal provienen de la falta de eso que podríamos llamar la 'seguridad básica', una forma de felicidad que deriva del hecho de sentirse aceptado, de saber que importamos a aquellos que nos importan, de encontrar en derredor respuestas positivas a nuestras acciones. Un niño al que sus padres no dedican tiempo para la conversación o para el juego compartido es un candidato a la inseguridad. Si además recibe continuamente, de forma tácita o expresa, mensajes de reproche del estilo «nunca llegarás a nada» o «eres una calamidad», se verá desprovisto de los necesarios recursos de autoafirmación para tomar decisiones y desenvolverse en la vida. Alrededor de los tres años ya empieza a manifestarse en los niños la preocupación por las respuestas de un entorno en el que busca el espejo donde proyectar su propia imagen. La llamada 'autoestima social' opera ya fuertemente entre los seis y los ocho años, cuando adquieren gran importancia las relaciones de patio de recreo: la competencia con los otros, el ser elegido o no en un círculo de juegos determinado, el verse apreciado o humillado, el liderazgo o el ninguneo. En esa etapa es indispensable que los padres presten atención a los juicios que los hijos manifiesten sobre sí mismos. Es cuando más necesitan el apoyo externo para recomponer una imagen frágil, extremadamente sensible a la influencia de las palabras y las acciones de los otros respecto de ellos. Pero muchas veces el niño tiende a registrar erróneamente las informaciones que recibe del exterior. Para fortalecer su autoestima social se precisa antes un cierto conocimiento de las ideas distorsionadas que engendran en su interior sentimientos sombríos. Cuando ante una contrariedad el pequeño reacciona con el 'siempre' («Siempre voy a equivocarme») o el 'todo el mundo' («Nadie me quiere») está cayendo en la trampa de la generalización, una de las desviaciones cognitivas más frecuentes. Es tarea de los padres y de los educadores habituarle a considerar los hechos en términos concretos y de manera aislada, o al menos sin convertirlos en regla universal: «Esta vez me he equivocado», «A Miguel no le caigo bien». Tan habitual como la generalización infundada es la selección filtrada de los aspectos negativos. Es preciso evitar que los niños observen solamente aquellos detalles que supuestamente confirman sus impresiones pesimistas («Mi madre me da menos valor que a mi hermano, porque hoy le ha puesto a él el bocadillo más grande») sin registrar otros más relevantes que le llevarían a conclusiones satisfactorias («Valgo mucho para mi madre porque me cuida a todas horas»). Ambas distorsiones suelen ir acompañadas de una tercera, que consiste en polarizar el pensamiento simplificando las cosas: o todo o nada, o conmigo o contra mí. El niño construye esquemas elaborados en términos absolutos («Como Elena ha ido a merendar a casa de Ana, ya no quiere ser mi amiga») que hay que ayudarle a corregir mostrándole las alternativas, los matices, las opciones relativas de toda situación: «Bien, pero el día de tu cumpleaños merendaréis juntas las tres». Cargar con la culpa Así como muchos pequeños eluden la responsabilidad de sus actos transfiriéndola a agentes externos («He sacado mala nota porque el profesor me tiene manía», «Si no me hubiera insultado Óscar, yo no le habría pegado»), otros hacen exactamente lo contrario: acusarse a sí mismos, cargar con la culpa de todo, incluso de hechos que están fuera de su control. Ocurre a menudo en niños muy sensibles a las desavenencias de sus padres («Si me hubiera portado bien, ellos no estarían discutiendo ahora») e incluso en muchas situaciones de acoso escolar, en las que el acosado acaba persuadiéndose de merecer el maltrato a que es sometido. Ni que decir tiene que esta distorsión resulta singularmente perniciosa y autodestructiva. Frente a ella, la labor correctora de los padres consiste en enseñar a discernir los límites de la propia responsabilidad (tanto para asumirla cuando corresponda como para desembarazarse de culpa cuando no la haya). Los enemigos mentales de la autoestima no acaban ahí. Al niño le acechan diversas actitudes propias del pensamiento emocional que van desde el razonamiento ilógico basado en estados de ánimo hasta el perfeccionismo, la necesidad de control o la comparación continua con los otros. Como explica el filósofo José Antonio Marina, son «errores tóxicos» de los que no deriva nada positivo, sentimientos patógenos y desajustados que, además de causar infelicidad durante los primeros años de la vida, van forjando un estilo de pensamiento que a menudo perdura hasta la madurez. Ante esa perspectiva, toda dedicación paterna o materna es poca. ¿Consejos? He aquí unos pocos: tomarse tiempo para escuchar las preocupaciones del niño; no tratar de tranquilizarle con actitudes proteccionistas de evitación; no minimizar sus sentimientos, sino recordar el dolor que esas mismas naderías nos causaron de pequeños; intentar que encuentre sus propias soluciones en vez de ofrecérselas ya dadas; y, por encima de todo, transmitirle el mensaje de que todo lo que le afecte nos importa.

Por: José María Romera

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